Reforma laboral y poder económico: precariedad que atrasa

El Gobierno avanza con una reforma que flexibiliza vacaciones, salarios y horarios. Detrás del discurso de “modernización”, el mileísmo recompone viejas reglas de los 90 y concede al capital una ventaja inédita.

Actualidad29/10/2025
NOTA

En los despachos oficiales se la llama “Ley de Promoción de Inversiones y Empleo”. En la calle, entre abogados laboralistas y delegados, ya la rebautizaron como “Ley de Desprotección del Trabajo”.
La norma, que Milei planea enviar al Congreso en diciembre, reúne todos los elementos de una reforma estructural: menos derechos, más poder de decisión para los empleadores y un marco jurídico que promete al mercado lo que le quita al asalariado.

El texto repite la retórica conocida: “simplificar”, “dinamizar”, “estimular la competitividad”. Pero debajo de esas palabras late un viejo programa: la transferencia silenciosa de riesgos desde las empresas hacia los trabajadores.

 

Vacaciones a pedid del patrón

La primera pieza del rompecabezas es la modificación de la Ley de Contrato de Trabajo. El Gobierno propone fragmentar las vacaciones, permitir que se tomen en cualquier momento del año y reducir la antelación del aviso a tres semanas.
Traducido: el descanso deja de ser un derecho y se convierte en una variable más de la productividad.

El argumento oficial habla de “flexibilidad” y “autonomía”, pero la asimetría de poder es evidente: quien necesita conservar su empleo difícilmente discutirá con su jefe cuándo o cómo tomarse los días.
El descanso, ese espacio donde la persona se desconecta del reloj, pasa a ser una pieza negociable.

El proyecto mantiene, como gesto simbólico, la posibilidad de tomar vacaciones en verano “al menos una vez cada dos períodos”, salvo que el trabajador opte por renunciar a esa opción. La trampa es sutil: en contextos de vulnerabilidad, la libertad siempre es de quien tiene poder para imponerla.

 

La restauración de los ‘90

Junto con el cambio en vacaciones, el Ejecutivo desempolvó un ícono del menemismo: los tickets canasta.
Reaparecen como “beneficio no remunerativo”, una porción del salario que no paga aportes ni integra el cálculo jubilatorio. Lo que se presenta como incentivo empresarial implica, en la práctica, una rebaja del salario real y de la recaudación previsional.

Durante los años ‘90 los vales de comida se convirtieron en un negocio redondo: las empresas emisoras ganaban por la venta, el descuento y la colocación financiera de los fondos.
Su derogación en 2007 no fue casual: el Estado había perdido miles de millones en aportes y los trabajadores, parte de su jubilación futura.
Ahora, bajo el estandarte libertario, el sistema regresa disfrazado de modernidad, con el mismo efecto: desalarización y transferencia de ingresos al sector empresario.

El ministro de Trabajo, Julio Cordero, lo definió como “una herramienta que estimula el consumo”. Puede que lo haga, pero con el dinero de los propios empleados.

 

El banco de horas: trabajar más, cobrar lo mismo

El tercer eje es el banco de horas, importado del modelo griego. Permite que las empresas concentren las jornadas según su demanda: semanas de trece horas seguidas por períodos de baja actividad, sin pago de horas extras.
Se calcula “en promedio” y se regula por acuerdos de empresa, por encima de los convenios colectivos. La consecuencia es doble: desaparecen la previsibilidad y el límite humano del tiempo de trabajo.
El empleado deja de saber cuántas horas trabajará por día o por mes, mientras el empleador ajusta turnos sin costo adicional.

El esquema se combina con otro cambio decisivo: la derogación de la ultraactividad de los convenios, es decir, el fin de la vigencia automática de los acuerdos cuando vencen. Si sindicatos y empresas no renuevan, el convenio caduca y rige lo que imponga la compañía.
Es la versión moderna del “romper los convenios petrificados”, como se escucha en IDEA, pero abre la puerta a la negociación individual en un país de desigualdades colectivas.

 

El poder detrás de la reforma

Ninguna de estas medidas es aislada. El programa responde a una lógica más amplia: reconfigurar la relación entre capital y trabajo en favor de los sectores más concentrados.
Los grandes grupos industriales, la banca y el agronegocio ven en esta ley un reaseguro frente a la volatilidad política.

Para el Gobierno, es la moneda de cambio que ofrece a los inversores a cambio de liquidez y crédito externo.
Para los empresarios, es el pasaporte para operar sin rigidez laboral ni juicios costosos.
En el fondo, la reforma laboral es la contracara del ajuste fiscal: si el Estado reduce su costo político, el mercado busca reducir el costo humano.

El plan incluye un capítulo previsional que elevará la edad jubilatoria y revisará los regímenes especiales, comenzando por el docente nacional.
El objetivo es claro: prolongar la vida laboral y achicar la masa de beneficiarios.

 

Los efectos visibles

Los defensores de la ley aseguran que generará empleo y competitividad.
La historia económica argentina muestra lo contrario: las reformas de flexibilización de los ‘90 crearon más precariedad que trabajo formal.
Entre 1990 y 2001 la participación de los salarios en el PBI cayó del 48 al 34 %, mientras el desempleo superó los 18 puntos. Hoy, con una economía recesiva, la lógica vuelve a repetirse.

Los sindicatos, debilitados, responden con cautela. Algunos ven margen para negociar beneficios parciales; otros temen quedar al margen de la historia.
El dilema es viejo: resistir o adaptarse.
Pero esta vez, la presión no viene de FMI o del Banco Mundial, sino de un Gobierno que habla en nombre del mercado. Milei promete que la reforma traerá inversiones y libertad. Tal vez logre lo primero, pero a un precio alto: un mercado laboral más fragmentado, más desigual y menos previsible. El nuevo contrato argentino no se firma en paritarias ni en ministerios; se firma cada día, en silencio, cuando el trabajador acepta condiciones que antes eran impensables.

Como en los ‘90, el país parece dispuesto a intercambiar derechos por confianza externa. La diferencia es que ahora no hay convertibilidad ni ilusión de progreso: solo la promesa de orden, esa palabra que siempre se cobra en cuotas humanas.

Jornadas más largas, ticket de comida y vacaciones no pagadas. 

La reforma permite fragmentar el descanso, mover fechas a criterio del empleador y avisar con apenas 21 días. Detrás del discurso de modernización, el trabajador pierde autonomía.

 El plan reactiva vales no remunerativos y un sistema horario variable. El salario se licúa y el tiempo libre se negocia: el mercado gana lo que la vida pierde.

 

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