Caputo bajo fuego en su hora más difícil

El modelo económico de Javier Milei empieza a mostrar sus límites. La caída del consumo, el temor al desempleo y la fuga de empresas revelan que el ajuste de Luis Caputo no construye futuro: lo erosiona.

Política14/07/2025
NOTA 1 ECONOMÍA

Por más que el gobierno insista con exhibir la baja de la inflación como única carta ganadora, la economía real empieza a dar señales de colapso. El consumo se derrumba, los despidos crecen, y hasta las grandes empresas extranjeras se retiran del país. Mientras el ministro Luis “Toto” Caputo se obsesiona con sostener el dólar y el superávit, la sociedad enfrenta un derrumbe silencioso que ya impacta en las prioridades ciudadanas: por primera vez en meses, el desempleo se convirtió en la principal preocupación de los argentinos.

Caputo atraviesa el peor momento desde que asumió el cargo. La derrota parlamentaria que sufrió el oficialismo, la pérdida de respaldo del círculo rojo y el escándalo de la fallida “operación Fantino” terminaron de socavar su imagen entre los actores económicos. En los pasillos del Palacio de Hacienda, el malestar ya no se disimula. “No es la oposición, son los nuestros, y después la cara la tengo que poner yo”, se queja el ministro ante su entorno. Pero los datos son peores que las quejas.

En solo 24 horas, Caputo quemó más de 2.200 millones de dólares para contener el dólar oficial, a pesar de que el campo estaba liquidando divisas a un ritmo aceptable. La brecha con el dólar blue volvió a escalar. Las acciones cayeron hasta 6%, el Merval retrocedió, los bonos en rojo y el Riesgo País saltó a los 700 puntos. No fue el colapso que él mismo anticipaba si avanzaban los proyectos de la oposición, pero tampoco fue un triunfo. Fue una derrota silenciosa y costosa.

El modelo se achica y no crece

Mientras Caputo se concentra en sostener variables financieras, la economía productiva sufre un vaciamiento sin precedentes. Carrefour anunció su intención de retirarse del país. Alpargatas redujo a la mitad su producción. Lumilagro comenzó a importar el 60% de sus termos. Una alimenticia de primera línea atraviesa pérdidas millonarias. Y no hay nadie que atienda esa microeconomía en crisis.

El secretario de Comercio se desentiende. El Ministerio de Economía evita hablar de consumo. Y las grandes empresas que aún resisten comienzan a hacer sonar sus teléfonos en busca de alguna señal de interlocución que no llega. Para el Gobierno, hablar de mercado interno es casi una herejía. Pero en esa herejía se juega la estabilidad social y política de cualquier país.

En paralelo, los números duros son lapidarios: entre 2013 y 2024, Argentina perdió casi 9% de su entramado empresarial. En el último año, la recesión se llevó puestas 15.000 firmas. La famosa “lluvia de inversiones” no solo no llegó: estamos viviendo una sequía sin precedentes. Y el modelo actual no genera condiciones para revertir esa tendencia.

 

Desempleo, la palabra que vuelve

El relato oficial intenta sostener que la estabilización de la macro es un éxito. Pero el termómetro social ya no lo acompaña. Una encuesta reciente de Atlas Intel reveló que el desempleo superó a la inflación como principal preocupación de la población. De abril a junio, creció 14 puntos. En febrero era el 29%. En mayo llegó a 55%. Aunque en junio se moderó levemente, el cambio en la jerarquía de los miedos ya está instalado.

El consumo, principal motor del empleo en un país con más del 70% de PBI generado por el mercado interno, se encuentra en mínimos históricos. El Gobierno celebra el superávit fiscal, pero lo consigue licuando jubilaciones, salarios públicos y obra pública. En nombre de la eficiencia, se está destruyendo la base misma del entramado económico y social argentino.

Y hay algo más: el 54,6% de los argentinos cree que el país atraviesa una crisis democrática. El ajuste no solo produce daño económico, también deteriora las instituciones. La falta de diálogo con los gobernadores, el manejo verticalista del poder y los intentos de disciplinamiento parlamentario refuerzan esa percepción. No hay crecimiento posible sin estabilidad política, y no hay estabilidad posible si se deterioran los vínculos federales.

Luis Caputo no gobierna la economía: la contorsiona para que encaje en un relato que ya no se sostiene. No hay blindaje financiero que aguante sin consumo, sin empleo y sin producción. La economía no se ordena por decreto ni se estabiliza con slogans. Y aunque en los estudios de televisión repitan que todo marcha según el plan, los supermercados vacíos, las fábricas en pausa y el miedo al despido son la contracara real de ese cuento.

Más temprano que tarde, el Gobierno tendrá que elegir entre seguir adorando el Excel o mirar de frente a los millones que no llegan a fin de mes. Porque, como se dijo alguna vez, con brutal claridad: es la economía, estúpido.

 

Los factores internacionales no se enamoran

En el tablero internacional nadie apuesta a simpatía. Los factores de poder global —fondos de inversión, potencias geopolíticas, bancos centrales, organismos multilaterales— no se mueven por afecto ni por coincidencia ideológica: lo hacen por interés. Y, sobre todo, por estabilidad. A la hora de respaldar gobiernos, miran una sola cosa: ¿es capaz este actor de sostener en el tiempo un marco que me resulte funcional? Si la respuesta es no, la luna de miel termina antes de que se enfríe el brindis.

Javier Milei se vendió como la novia perfecta para el capital financiero global: obediente, liberal, dispuesto a hacer todo lo que otros no hicieron. Pero a siete meses de gobierno, su propia lógica empieza a traicionarlo. La incapacidad para consolidar una coalición política sólida, las derrotas parlamentarias autoinfligidas, los escándalos de amateurismo en la gestión y el creciente malestar social exponen un límite que los jugadores globales no pueden ignorar.

En Wall Street ya no festejan cada declaración libertaria: preguntan si el plan tiene futuro. En Washington, el FMI mira de reojo las promesas que no se cumplen. En las calificadoras, la fragilidad institucional pesa más que el ajuste fiscal. La paradoja es clara: cuanto más extremo intenta mostrarse Milei, menos confiable resulta para quienes exigen previsibilidad.

El problema no es la ideología, sino la gobernabilidad. Y en este juego impiadoso, no se premia al más fervoroso, sino al más estable.

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