La inteligencia artificial vive su fiebre dorada (y su resaca)

Las advertencias sobre una “burbuja de IA” crecen entre banqueros y tecnólogos. Con inversiones que superan los 500 mil millones recuerda a las puntocom. Pero incluso si estalla, la IA no desaparecerá: se volverá invisible, como el WiFi o la electricidad, naturalizada en cada gesto cotidiano.

Actualidad10/11/2025
NOTA

Durante los últimos meses, Silicon Valley volvió a hablar el idioma del vértigo. Otra vez los fondos se agitan, los startups nacen como hongos y los ejecutivos de traje sin corbata prometen “la próxima gran revolución”. Se llama inteligencia artificial, pero el tono es de déjà vu. Sam Altman, CEO de OpenAI, intenta despejar dudas: no hay burbuja, dice, solo “un proceso real que recién empieza”. Sin embargo, cada semana hay más señales de que el frenesí podría estar inflando algo más que expectativas.

El dinero circula en espiral. Nvidia invierte en OpenAI, OpenAI compra chips a Nvidia, y a la vez acuerda con AMD, Oracle y SoftBank para construir Stargate, un complejo de 10 gigavatios en Texas que costará más que el PBI de algunos países medianos. Microsoft, su otro gran socio, no se queda atrás. La trama parece un laberinto donde todos financian a todos para seguir vendiendo. En la jerga financiera se llama “financiación circular”: un sistema que se retroalimenta de su propia fe.

El paralelismo con las puntocom de los 2000 es inevitable. En aquella época, cada página web con una idea brillante valía millones hasta que el mercado se dio cuenta de que no generaban ganancias reales. Hoy, las empresas de IA explican que su valor está en el “potencial de disrupción”, no en los balances. El mismo argumento, con código Python.

El Banco de Inglaterra y el FMI ya advirtieron que la fiebre de la IA podría arrastrar a la economía global si el entusiasmo se convierte en deuda. Lo dijo también Jamie Dimon, el banquero que nunca se deja llevar por modas: “la incertidumbre es mucho mayor de lo que la gente cree”. Pero en Palo Alto, el negocio sigue. Los costos de los chips se disparan, los centros de datos consumen más electricidad que una ciudad entera y los fondos soberanos de Medio Oriente se suman a la carrera. En la superficie, todo parece expansión infinita. En el fondo, es la misma historia: capital barato, promesas grandes y poca pausa para pensar si el planeta —y el bolsillo— pueden sostenerlo.

Los analistas del valle aseguran que, incluso si hay burbuja, la diferencia con la de las puntocom es estructural. Las redes neuronales ya están incrustadas en la economía real: diagnósticos médicos, finanzas, energía, agricultura, defensa. No es un experimento marginal, es infraestructura. Si explota, el daño será grande, pero lo construido quedará. Internet también nació de un estallido de expectativas.

El punto más inquietante es el de la “demanda inducida”. Varias de las grandes inversiones no surgen de consumidores o gobiernos, sino de las propias compañías tecnológicas financiando a sus clientes para que les sigan comprando. Es una manera elegante de sostener la rueda, pero tiene fecha de vencimiento. En los 90, el caso Nortel hizo historia: prestaba a las empresas para que adquirieran su equipamiento, inflando artificialmente los ingresos hasta que la burbuja reventó.

La inteligencia artificial se convirtió en una religión con sus propios sacerdotes y herejes. Los primeros aseguran que el mundo está frente a un cambio civilizatorio; los segundos, que el capital encontró una nueva forma de especular. Ambas cosas pueden ser ciertas. Lo real es que el flujo de dinero hacia la IA supera ya el 80% de las ganancias bursátiles de Estados Unidos este año. Y si algo enseña la historia, es que ninguna curva sube eternamente.

Mientras tanto, el discurso del miedo a la “burbuja” funciona también como relato político. Altman aparece como el Musk de la nueva era: un empresario que se sienta en la Casa Blanca, habla de regulación y al mismo tiempo firma acuerdos por miles de millones. En cada entrevista repite que “la IA transformará la economía”. No dice si para bien o para mal.

Detrás del show financiero, algo más profundo sucede. Las tecnologías que sobreviven a sus propias burbujas no desaparecen: se vuelven parte del paisaje. Pasó con la electricidad, con el automóvil, con internet. Cuando la espuma se disuelva, la IA no será una novedad, será un estándar. Nadie la celebrará, pero todos la usarán. En lugar de robots conscientes o distopías cinematográficas, quedará una red silenciosa de algoritmos que decidirán préstamos, filtrarán noticias y medirán riesgos.

La pregunta no es si hay burbuja, sino qué forma tendrá la resaca. ¿Cuántas empresas quedarán en pie cuando se acabe el crédito? ¿Cuántas promesas tecnológicas sobrevivirán sin marketing ni conferencias? Silicon Valley siempre fue un laboratorio de excesos: primero promete el futuro, después lo vende y, cuando todo colapsa, se queda con las ruinas útiles. De esas ruinas nació internet. Quizá de las de la IA surja algo parecido: menos hype, más realidad.

El capitalismo tecnológico vive de inflar sueños y quedarse con sus desechos. Tal vez, cuando esta burbuja se desinfle, no haya estallido, solo silencio. Un día cualquiera, pediremos un turno médico, un crédito o una canción, y la IA estará ahí, discreta, como una utilidad pública. No habrá titulares de revolución, solo la certeza de que la distopía ya no impresiona: se volvió costumbre.

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