El mandato de la felicidad nos enferma

La exigencia constante de mostrarse feliz, funcional y exitoso impone una forma de vida que censura el dolor, invisibiliza la tristeza y desconecta a las personas de sus vínculos más profundos. La alienación emocional se presenta como norma.

Cultura 14/07/2025
FOTO CRUDA

Por Camila Roncal (Psicología & Filosofía)

 

Emociones, sociedad y subjetividad

En una sociedad que repite como mantra la necesidad de ser felices, de "superar rápido" el dolor y de "seguir adelante" sin mirar atrás, lo que queda fuera de ese marco emocional aceptable es condenado al silencio. El mandato de la felicidad no es solo un ideal cultural: es una forma de control que genera alienación subjetiva, individualismo emocional y una patologización de todo lo que no encaje con la sonrisa permanente.

Las emociones oscuras —ira, tristeza, angustia, duelo, rabia, desesperanza— no solo se reprimen: se transforman en evidencia de que algo está fallando. Pero, ¿qué pasa si esas emociones no son defectos sino señales? ¿Qué pasa si lo que duele no es el problema, sino la imposibilidad de nombrarlo, compartirlo, sostenerlo en comunidad?

Desde la infancia se nos educa para callar lo que incomoda. Las niñas no deben gritar. Los varones no deben llorar. Las crisis deben maquillarse con productividad. La tristeza con frases motivacionales. El duelo con horarios. El resultado es una cultura que no tolera la densidad emocional. Donde lo profundo es visto como "intenso" y lo intenso como amenaza.

La presión por mostrarse siempre bien no sólo es psicológicamente insostenible, también es políticamente cómoda. Sujetos anestesiados, que gestionan su malestar en privado, no generan conflictos sociales. Por eso el imperativo de "no quejarse" suele acompañarse de otro igual de potente: "agradecé lo que tenés". Como si lo humano fuera un precio a pagar por la supervivencia.

La represión afectiva no es nueva. Pero en el contexto actual adquiere formas sofisticadas: se medicaliza la tristeza, se transforma la ansiedad en un fallo individual, se convierte el sufrimiento en defecto. Y todo lo que no pueda transformarse en capital emocional se esconde.

La alternativa no es romantizar el sufrimiento. Es reconocerlo como parte constitutiva de la experiencia humana. Como dijo una vez un viejo maestro: el problema no es el dolor, sino la soledad con la que se lo vive.

Reivindicar la noche: lo oscuro también enseña

El problema del mandato de la felicidad no es solo emocional. Es existencial. Nos vuelve incapaces de compartir lo que verdaderamente nos atraviesa. Nos deja sin herramientas para acompañar al otro cuando se derrumba. Nos impone límites a la empatía, porque todo lo que implique acompañar el dolor del otro nos resulta "demasiado".

La tristeza no se mide en semanas. El duelo no tiene calendario. La ira no es siempre descontrol: muchas veces es el lenguaje más claro ante una injusticia. La ansiedad no es un error: es el eco de un mundo que exige sin tregua. Y, sobre todo, ninguna de estas emociones es signo de debilidad: son manifestaciones del ser vivo que siente, que se angustia, que se enoja y que, a veces, no puede.

La cultura del rendimiento emocional también socava los vínculos profundos. En un mundo donde todo debe ser ligero, nadie se queda cuando el otro se oscurece. El dolor ajeno molesta porque no produce, no alegra, no brilla. Así, aprendemos a mostrar solo lo socialmente premiado y a esconder el resto como si fuera un fallo de fábrica.

Pero si algo nos une realmente como especie, no es la alegría. Es el dolor compartido. Las heridas que se dicen. La pena que se abraza. La dignidad de no tener que disimular.

No se trata de exaltar el sufrimiento. Se trata de devolverle su lugar en la vida. De aceptar que no todo se puede gestionar, que no todo duele a tiempo y forma, y que no somos menos por no poder estar bien.

Aceptar lo oscuro no es rendirse. Es comprender. Es acompañar. Es resistir juntos. Y, en ese gesto, reaparece lo que el mandato de la felicidad había querido borrar: la posibilidad de construir vínculos reales, donde la alegría no sea una imposición y la tristeza no sea una falta.

En definitiva, si alguna vez vamos a ser libres, esa libertad no vendrá por reír más fuerte, sino por poder llorar sin miedo. Porque solo cuando lo oscuro también tiene derecho a decirse, podemos empezar a vivir sin fingir.

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