Liberaron a Eva Mieri, la concejal presa política

La concejala de Quilmes fue excarcelada tras pasar once días detenida en una cárcel federal, acusada de participar en un escrache simbólico contra el diputado José Luis Espert. El caso reveló la utilización del aparato judicial como herramienta de disciplinamiento.

Política15/07/2025
NOTA 1

Eva Mieri recuperó la libertad. La concejala quilmeña fue excarcelada por orden de la Cámara Federal de San Martín, que revocó la decisión de la jueza Sandra Arroyo Salgado, quien la había enviado a una prisión federal tras un escrache frente a la casa del diputado libertario José Luis Espert. La escena del delito: un pasacalle y un poco de estiércol sobre una vereda de San Isidro. La reacción judicial: prisión preventiva, negativa de excarcelación y cargos dignos de una causa por terrorismo. La política detrás: una advertencia dirigida a quienes se atrevan a oponerse al modelo oficial.

El operativo fue tan espectacular como desproporcionado. Mieri fue arrestada el 2 de julio y trasladada sin aviso a una unidad penitenciaria federal, mientras sus supuestos cómplices recuperaban la libertad. El mensaje era claro: por su condición de funcionaria, pagaba el doble. A pesar de que no existía peligro procesal, la jueza alegó “riesgo de fuga” y mantuvo la detención. La causa incluía figuras penales como “amenazas coactivas”, “atentado al orden público”, “incitación al odio” y hasta “malversación de caudales públicos”. Todo, por una acción simbólica —cuestionable si se quiere—, pero lejos de cualquier conducta delictiva grave.

Desde distintos sectores políticos y sociales, la reacción fue inmediata. El CELS cuestionó la inconsistencia jurídica del proceso, y desde el peronismo se multiplicaron las voces que señalaron una operación de disciplinamiento. La intendenta de Quilmes, Mayra Mendoza, fue tajante: “Esto no es justicia, es persecución política”. Su intervención marcó un quiebre en el silencio institucional que rodeaba el caso, y puso sobre la mesa una discusión que incomoda: ¿hasta dónde puede llegar el poder judicial cuando decide castigar al disidente?

 

La cárcel como escarmiento político

Lo que sucedió con Eva Mieri no es una excepción. Es parte de un patrón más amplio que, en nombre del orden, criminaliza la política popular. En un contexto de creciente represión sobre las protestas, con manifestaciones perseguidas, dirigentes judicializados y discursos opositores tildados de “sedición”, el caso Mieri se convirtió en símbolo. No tanto por la magnitud del hecho —insignificante en términos penales—, sino por la respuesta desmesurada del aparato judicial.

En el conurbano bonaerense, donde la organización política sigue siendo un lazo fuerte entre las comunidades y sus representantes, el encarcelamiento de una concejala activa y con arraigo territorial fue un golpe directo. No solo a una dirigente, sino a toda una forma de hacer política desde abajo. A la militancia. A la crítica. A la protesta. “La están castigando por militar”, dijo Mendoza. Y no sonó exagerado.

La decisión de liberar a Mieri llegó después de once días, con la presión acumulada de la sociedad civil, los organismos de derechos humanos y un sector del sistema judicial que aún resiste la colonización ideológica. Pero el daño ya estaba hecho. La exhibición de fuerza había cumplido su objetivo: sembrar miedo. Y como en toda acción ejemplificadora, lo importante no es el castigo en sí, sino el mensaje que deja: quien se atreva, puede terminar preso.

Mientras el expediente de Eva Mieri se inflaba con figuras penales forzadas, ningún fiscal ni jueza llamó a declarar al diputado José Luis Espert, quien repite públicamente que a los kirchneristas hay que “colgarlos” o “meterlos presos”. Sus expresiones no solo atentan contra la convivencia democrática, sino que reproducen un lenguaje de eliminación del adversario. Pero no hay consecuencias judiciales. Ni una causa, ni una citación. El contraste es obsceno: un escrache simbólico activa todo el aparato represivo; un discurso de odio explícito, en cambio, goza de inmunidad legislativa y beneplácito mediático.

Esta doble vara no es nueva, pero en la actual coyuntura adquiere un carácter urgente. El Gobierno nacional proclama la libertad como estandarte, pero persigue a quienes protestan. Convoca a desregularlo todo, pero endurece los mecanismos de control ideológico. Y en ese juego, la justicia deja de ser árbitro para convertirse en herramienta.

La liberación de Eva Mieri no borra lo que pasó. La prisión preventiva injustificada, el silencio institucional, la cobertura mediática tendenciosa y la falta de proporcionalidad en el tratamiento judicial revelan algo más profundo: una justicia cada vez más alineada con el poder real, cada vez más dispuesta a castigar lo que molesta políticamente.

Desde Quilmes, la consigna se expandió: “Liberen a Eva” fue mucho más que un pedido. Fue una defensa del derecho a disentir, a militar, a protestar. A tener una voz propia sin miedo a terminar en una celda. Y si esa defensa no se vuelve colectiva, no será la última vez que veamos a una concejala del conurbano caminando hacia una prisión por pensar distinto.

 

 

¿Y el Gordo Dan no está preso?

Mientras Eva Mieri era esposada, trasladada a una cárcel federal y procesada como si fuera jefa de una banda criminal por dejar estiércol frente a la casa de un diputado, otro hecho de gravedad institucional extrema pasaba de largo ante la mirada cómplice del Poder Judicial: los llamados públicos a dinamitar el Congreso, sacar los tanques a la calle y armar milicias civiles. No desde el anonimato de la cloaca digital, sino desde cuentas verificadas, seguidas por funcionarios libertarios, influencers cercanos al Presidente y hasta potenciales candidatos del oficialismo.

El caso del influencer “Gordo Dan” y sus compañeros de cruzada virtual —@elpittttt, @ElTrumpista y @FranFijap— revela una dimensión brutal de la doble vara judicial. El primero exigió “los tanques a la calle ya”. El segundo pidió “meter los tanques en el Congreso”. El tercero fue más lejos: “Dinamitar todo el Congreso con diputados y senadores adentro”. Pese a la denuncia penal presentada por siete diputados de Unión por la Patria —invocando artículos del Código Penal y el artículo 36 de la Constitución Nacional— ningún fiscal de turno actuó de oficio. La causa recayó, por sorteo, en el juzgado de María Eugenia Capuchetti. Y duerme.

La expectativa de pena por instigar un golpe de Estado es altísima. Pero no hay detenciones, ni llamados a indagatoria, ni medidas cautelares. La libertad de expresión, que no ampara delitos, se invoca con entusiasmo cuando los instigadores son libertarios funcionales al poder. Cuando el delito es contra el orden constitucional, pero lo comete un troll afín al Gobierno, el Poder Judicial se vuelve ciego, sordo y mudo.

¿Hay que ser concejal kirchnerista para terminar en una cárcel federal por un escrache simbólico? ¿Qué tiene que pasar para que una amenaza golpista tenga consecuencias reales? ¿Dónde está el límite?

La respuesta parece obvia: no hay Justicia, hay alineamiento. Cuando la Justicia se transforma en un brazo del Ejecutivo —o peor aún, de su comunidad de trolls—, la democracia entra en zona de riesgo. La impunidad digital de los libertarios no es ingenua. Es parte del aparato. Y el silencio judicial, también.

 

 

 

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