¿Por qué la distopía domina el imaginario del futuro?

En un mundo atravesado por la automatización y el avance de la inteligencia artificial, los relatos dominantes insisten en mostrarnos futuros sombríos. ¿Qué revela esa obsesión con el apocalipsis? ¿Por qué no imaginamos una humanidad creativa, libre y colaborativa?

Cultura 17/12/2025
NOTA

Por Lila Esquivel

 

Los futuros que nos cuentan están rotos antes de comenzar. En las pantallas del entretenimiento global, en los titulares que especulan con “el fin del trabajo”, en los foros donde se diseña la ética de las máquinas, reina una sola certeza: el porvenir será inhóspito. No hay esperanzas luminosas, ni comunidades florecientes, ni justicia colectiva. Hay colapsos, humanos sobrantes y tecnologías que dominan o suprimen. Pero ¿por qué tanto miedo al futuro? ¿Quién gana con este relato?

Desde los albores del capitalismo, cada salto tecnológico fue vendido con promesas de progreso. Sin embargo, cuando las máquinas comenzaron a reemplazar manos, también se activó el discurso del reemplazo total: no sólo perderíamos el empleo, sino la dignidad misma de ser humanos. La distopía, como género cultural, se popularizó porque se convirtió en el modo más eficiente de decir: “Ya no hay lugar para vos en este mundo”.

Y sin embargo, hay una trampa en esa narrativa. Porque si bien es cierto que la inteligencia artificial está cambiando las formas de producción, el problema no es la tecnología, sino para quién trabaja. En lugar de preguntarnos cómo liberar tiempo para crear, cuidar o imaginar, se nos impone un modelo donde sólo unos pocos deciden y el resto teme ser descartado.

Lo que vemos hoy es una traducción moderna del viejo calvinismo anglosajón: una lógica de predestinación adaptada al lenguaje de los algoritmos. Si no rendís, si no innovás, si no producís, quedás afuera. No hay red. No hay comunidad. El mérito es dios y la eficiencia su profeta. La distopía no es una advertencia ética, es una profecía autocumplida diseñada para que aceptemos lo inaceptable: un futuro sin lugar para todos. Solo tu éxito material es la evidencia de tu salvación. 

El problema no es que las máquinas piensen, sino que los humanos dejen de hacerlo. Y allí es donde radica la potencia de la pregunta olvidada: ¿por qué no usar la automatización para liberar la creatividad humana? ¿Por qué no pensar en comunidades que usen la IA para curar mejor, educar distinto, hacer arte con otros y no para otros?

La respuesta está en quién controla la imaginación colectiva. Las grandes plataformas no están interesadas en un pueblo que sueñe. Prefieren un consumidor disciplinado, temeroso del porvenir. Por eso las series de moda proyectan futuros grises, deshumanizados, donde la ética se derrumba ante la lógica del control. Porque si creemos que todo está perdido, no peleamos por nada.

 

Pero hay una fisura. Cada vez que alguien enciende una cámara y cuenta su historia, cada vez que un artista reescribe el mañana con otras voces, cada vez que una comunidad decide organizarse para resistir el descarte, algo cambia. La distopía se interrumpe. El futuro se reescribe.

No se trata de ingenuidad. El mundo es complejo, los intereses poderosos y la tecnología no es neutra. Pero el punto es este: si no podemos imaginar un futuro digno, nunca vamos a construirlo. Si nos roban la esperanza, nos roban el motor de la historia.

Por eso, más que temerle a la inteligencia artificial, deberíamos temerle a la renuncia a nuestra propia inteligencia humana. Porque el verdadero acto revolucionario de este tiempo es imaginar un futuro donde no sobren cuerpos, donde no falten abrazos, y donde la tecnología esté al servicio de la ternura y no de la eficiencia. El futuro no está escrito. Y si lo está, aún podemos tacharlo.

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