Entre criollas, sintetizadores, beat box y raíces

El indie argentino florece con una identidad propia: de El Plan de la Mariposa a Zoe Gotusso, pasando por el cruce con el folklore, el rock nacional y el pulso urbano, que marca Cazzu. Una escena que dejó de ser nicho y se volvió espejo de una generación que busca belleza sin permiso.

Cultura 18/07/2025
FOTO RECUADRO

Por Lúmina Agüero (Tendencias y glitter)

 

Argentina, tierra indie

En los últimos años, la escena indie argentina dejó de ser un rincón alternativo para convertirse en uno de los núcleos creativos más fértiles de la música nacional. No hay una única estética ni un sonido que los agrupe, pero sí una sensibilidad compartida: romper moldes sin perder raíz, dialogar con la tradición sin rendirse al pasado, experimentar sin caer en el artificio. Y, sobre todo, hacerlo desde la autogestión, el deseo y el encuentro comunitario.

Desde las playas del sur, El Plan de la Mariposa armó su propio ritual que en cada show generan una misa pagana de psicodelia, candombe, rock y poesía que no se parece a nada. Pero eso es lo que define a esta camada: no quieren parecerse. O mejor dicho, eligen parecerse solo a sí mismos. Como Zoe Gotusso, que después de dejar Salvapantallas se lanzó como solista con una dulzura desarmante, mezclando bolero, bossa nova y pop de autor, en una búsqueda íntima que la consagró como una de las voces más queridas de la escena.

Ese rasgo de libertad quizás explique por qué artistas urbanos como Cazzu o Wos empezaron a dialogar con los códigos del rock y el folklore. No es un regreso nostálgico, sino un movimiento natural hacia lo que vibra en lo profundo. Wos se abrazó al under porteño para parir “Oscuro éxtasis”, un disco donde el bajo funk y la guitarra eléctrica conviven con el rap. Cazzu, por su parte, pasó del trap a grabar un videoclip en Jujuy vestida de luto y rodeada de bombos legüeros. No fue pose: fue raíz, también desde la cumbia o ver a “La Jefa” en el Colón, homenajeando a la “Negra” Sosa. 

En esa vuelta al origen aparece también un reverdecer del rock nacional. No como remake, sino como continuidad reinventada. El “indie” dejó de ser sólo un sonido cool para transformarse en una actitud estética y política: una forma de habitar lo musical con compromiso emocional. Bandas como Terapia, Silvestre y La Naranja o Ainda levantan esa bandera desde la sensibilidad y el riesgo. Y conviven, sin fricciones, con guitarras distorsionadas, cajas de ritmos o zambas dulces.

Lo mismo ocurre con el folklore joven, ese que no quiere quedarse congelado en lo académico. Ahí están los Huayra, La Bruja Salguero, Marian Pellegrino, que cruzan generaciones y traen ese pulso vivo a los escenarios compartidos con artistas de lo nuevo. Incluso figuras como Raly Barrionuevo o Peteco Carabajal supieron abrir camino y ahora colaboran con músicos que nacieron cuando ellos ya llenaban teatros.

Este entrelazamiento entre lo nuevo y lo ancestral es parte del ADN argentino, pero ahora toma otra forma. Lo vemos en artistas como Clara Cava, con letras que suenan como diarios íntimos musicalizados, o Paz Carrara, que compone desde un registro sensible y cotidiano, con melodías que no necesitan gritar para emocionar. Lo vemos también en la evolución de proyectos como Usted Señalemelo o Bandalos Chinos, que lejos de repetirse buscan explorar otros paisajes sonoros.

El fenómeno no está solo en Buenos Aires. En Córdoba, Juan Ingaramo fusiona cuarteto, pop y trap con naturalidad. En Mendoza, Perras on the Beach y Mi Amigo Invencible pusieron a la provincia en el mapa con una sonoridad que oscila entre el delirio lisérgico y el folk urbano. Y desde Rosario, Nafta inventó un soul rioplatense que en vivo se convierte en un trance colectivo.

Un mapa emocional de la música nueva

Hablar del indie argentino hoy no es solo hablar de música, sino de un ecosistema: festivales autogestionados, ciclos en clubes barriales, sellos independientes que se sostienen a pulmón, y una audiencia que ya no quiere que le vendan estrellas sino que busca artistas con los pies en la tierra y el corazón abierto. Por eso los shows se convierten en ceremonias, donde el pogo convive con el silencio atento, y donde las canciones funcionan como bálsamo frente a una época dura.

En un contexto político y económico hostil, donde lo colectivo se erosiona, la escena musical independiente teje otra cosa: una comunidad. No por ingenuidad, sino por necesidad. Y quizás esa sea su fuerza más profunda. Porque cuando hay belleza que se construye sin cinismo, hay posibilidad de futuro.

Por eso no sorprende que incluso los grandes festivales hayan incorporado a estas bandas como protagonistas. Ni que Spotify haya empezado a abrir el juego en sus playlists. Pero el verdadero valor no está en los números, sino en esa sensación de estar escuchando algo vivo, genuino, que no se fabrica en serie.

La Argentina siempre tuvo grandes músicos, pero esta generación trae otra promesa: la de no resignar el arte al algoritmo, ni el alma al mercado. Lo que suena ahora no es solo música: es un manifiesto emocional de una generación que, pese a todo, sigue cantando.

 

Cazzu, “La Jefa” que se reinventa

Julieta Cazzuchelli —más conocida como Cazzu— nunca fue solo una reina del trap: fue, desde el comienzo, una hacedora de mundos. Mientras algunos le colgaban etiquetas de “bad girl” del urbano, ella ya estaba armando su propio altar con rimas de fuego, beats densos y una raíz jujeña que no dejó nunca de latir.

Hoy, con su pausa artística anunciada y una maternidad que la abraza como nueva etapa vital, Cazzu no desaparece: muta. La vemos más cerca de los sonidos andinos, del bombo legüero que alguna vez tocó en su infancia, de la copla que suena en su sangre. En su silencio hay un mensaje: volver a la tierra también es revolución. No todo es trap de doble tempo. A veces el gesto más radical es bajar un cambio y escuchar el río.

El fenómeno Cazzu es eso: una artista que no negocia su identidad, que hace del escenario un templo de libertad y sensualidad, y que ahora, desde un lugar más íntimo, está tejiendo puentes entre el futuro digital y la raíz ancestral.

Porque el verdadero glitter no siempre está en las luces: está en la mirada que no se rinde, en la voz que sabe de dónde viene, en la mujer que se planta —con o sin autotune— a decir: esto también es mío. Y sí, Julieta, es tuyo. Y es hermoso.

 

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