Cuando el trabajo no alcanza ni para comer

Más del 50% de los hijos de trabajadores precarios sufren inseguridad alimentaria. La informalidad laboral no es sólo un problema económico: es una tragedia social que golpea la salud, el desarrollo y el futuro de millones de niñas y niños en Argentina.

Actualidad22/07/2025
NOTA

En un país que produce alimentos para diez veces su población, más de la mitad de los hijos de trabajadores informales no come lo necesario para crecer. No por elección, ni por cultura, ni por costumbre. Por pobreza. Por precariedad. Por el abandono sistemático de las políticas que debieran garantizar lo mínimo: un plato en la mesa, todos los días.

Según los últimos datos relevados por organismos especializados, el 51% de los niños y adolescentes que viven en hogares donde el sostén principal tiene trabajo informal sufre inseguridad alimentaria. Eso quiere decir que no comen lo suficiente. Que sus familias temen que no haya comida para el día siguiente. Que, en muchos casos, esa privación es severa. No un recorte en los gustos, sino en lo indispensable.

Y no se trata de hogares desocupados. Son personas que trabajan. Que salen cada día a hacer changas, repartir, limpiar, cuidar, vender, reparar, sobrevivir. Pero no tienen derechos, ni estabilidad, ni obra social, ni aportes. Y ahora, tampoco comida suficiente para sus hijos.

 

El hambre no es un accidente

La cifra del 51% no apareció de un día para el otro. Es la consecuencia directa de un modelo económico que empuja al mercado informal a más de 40% de la fuerza laboral, mientras reduce el poder adquisitivo, recorta las transferencias sociales, y no ejecuta el presupuesto destinado a políticas de niñez y familia. Una combinación letal: menos ingresos, menos protección, más hambre.

A eso se suma la inflación en alimentos, que impacta especialmente en los sectores más pobres, y el peso creciente de los servicios en los presupuestos familiares. El resultado es una ecuación cruel: trabajás, pero no comés. El ingreso no alcanza. Y si el Estado tampoco llega, la infancia queda sola, subalimentada, vulnerada.

Esta situación no sólo compromete la salud física. También afecta el desarrollo cognitivo, emocional, escolar. Un niño que no come lo suficiente no aprende igual, no juega igual, no se relaciona igual. Y lo más doloroso: no sueña igual.

La alimentación no es solo biología. Es entorno, es cuidado, es vínculo. Cuando una familia no puede garantizar eso, no sólo se rompe el estómago: se resquebraja la esperanza.

 

Trabajo precario, futuro hipotecado

Detrás de cada punto de informalidad hay historias reales: madres que hacen jornadas dobles sin derechos, padres que rotan entre oficios con ingresos variables, jóvenes que nunca llegaron al empleo formal. Todos sostenidos por una red frágil que se estira hasta el límite. Y cuando cae, no arrastra solo a los adultos: arrastra a sus hijos.

Esa precarización estructural se convirtió en el principal factor de vulnerabilidad alimentaria infantil. Más que la desocupación. Más que la inflación. Porque el trabajo precario ya no protege: empobrece.

El Estado, en lugar de reforzar políticas compensatorias, las desfinancia. El 59% de las acciones del área de niñez no ejecutó ni un peso en lo que va del año. La Asignación Universal por Hijo amortigua, pero no alcanza. Sin políticas integrales, las transferencias no pueden corregir la injusticia estructural.

¿Y qué significa esto en la vida real? Que hay comedores sin alimentos frescos. Que hay escuelas que se convierten en únicas fuentes de nutrición. Que hay pibes que no tienen ni leche ni fruta ni proteínas. Que hay madres que se acuestan sin cenar para que sus hijos puedan comer un poco más.

En este país, el hambre ya no es la excepción. Es la forma en que el sistema castiga a quienes trabajan sin derechos. Es el precio que pagan los niños por la precariedad de sus padres. Es la cara más obscena de un modelo que promete libertad pero garantiza indigencia.

La infancia no puede seguir siendo el terreno donde se ajusta el déficit. No puede haber política económica que se precie si deja a millones de chicos sin comida. No puede haber proyecto de país donde trabajar no garantice lo básico. No puede haber adultez sana cuando se crece en un cuerpo desnutrido y en una casa sin plato lleno.

El hambre infantil no es un efecto colateral. Es una señal de alarma. Y si no se atiende, no habrá futuro que alcance para reparar el daño. Porque un país que no cuida a sus niños está condenado a repetir su pobreza. Y a fracasar en su humanidad.

Ollas vacías, listas de espera llenas

En los barrios del conurbano, la escena se repite como una pesadilla cotidiana: comedores que abren solo dos o tres días por semana, voluntarias agotadas y ollas que ya no alcanzan. No porque falten ganas, sino porque faltan alimentos, fondos y, sobre todo, voluntad política. Bajo el gobierno de Javier Milei, la asistencia alimentaria cayó en picada. Y con ella, la dignidad de miles de familias que dependen de esas raciones para sobrevivir.

El plan libertario, que prometía eficiencia y transparencia, hoy se traduce en auditorías sin criterio, galpones con toneladas de comida retenida y un Estado ausente que niega hasta lo evidente: que el hambre no espera. Mientras el Ministerio de Capital Humano se jacta de su limpieza administrativa, en Merlo, Lanús o el Bajo Flores hay chicos que llegan a los comedores con dolor de cabeza y panza vacía. Porque en sus casas no se cena. O se cena cuando se puede.

“A comer en casa hoy lo llaman ‘darse un gustito’. Debería ser un derecho”, dicen desde el comedor Color Esperanza, donde cocinan 900 raciones con las manos que quedan. Porque muchas compañeras ya no pueden seguir.

Los comedores populares, sostenidos por movimientos sociales, iglesias y redes comunitarias, no están pidiendo caridad. Piden que se cumpla con lo mínimo, que se respete el derecho a alimentarse. El Estado dejó de comprar, dejó de transferir y dejó de reconocer a miles de espacios, que hoy no tienen ni arroz para revolver. La ministra Pettovello dice estar ordenando el sistema. Pero lo único que crece es la lista de espera.

Y lo que se cocina en esas ollas no es solo comida: es comunidad. Cuando cierran, no se apaga un fuego: se apaga una red de cuidado, un refugio colectivo ante el ajuste. Y eso, más que ineficiencia, es crueldad organizada.

 

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