“Inocencia Fiscal”: El Gobierno cerca del populismo impositivo

La iniciativa invierte la carga de la prueba, eleva los umbrales de evasión penal y transforma el esquema tributario argentino. El oficialismo lo presenta como un acto de justicia liberal, pero la medida también reconfigura el tablero de poder entre Estado, contribuyentes y grandes evasores.

Actualidad11/12/2025
NOTA

El Estado tendrá límites para recaudar

 

La reforma fiscal que el Gobierno enviará al Congreso llega envuelta en un discurso de restauración constitucional, pero detrás de la retórica jurídica late un movimiento político de precisión. Con el llamado “Proyecto de Inocencia Fiscal”, Javier Milei busca desarmar el andamiaje que durante décadas dio a la AFIP y a los fiscos provinciales un rol cuasi policial. En los hechos, el proyecto invierte la carga de la prueba: ya no será el contribuyente quien deba demostrar que no evadió, sino el Estado quien deba probar que hubo evasión. Es una inversión conceptual enorme que altera uno de los pocos espacios donde la presunción de inocencia casi no existía.

El caso más habitual lo conoce cualquiera que haya usado una tarjeta de crédito. Si ARCA detecta que gastaste más que tus ingresos declarados, la ley actual presume evasión y exige que el contribuyente pruebe un origen lícito. Si no lo logra, la sanción cae. El nuevo proyecto elimina esa lógica. En nombre del artículo 18 de la Constitución, el Ejecutivo propone volver al principio de legalidad: primero se presume la inocencia, luego se investiga. Para los liberales que orbitan al presidente, es la prueba de que el “Estado opresor” puede ser recortado con herramientas institucionales. Para otros, es un alivio palpable frente a un sistema que castigaba errores administrativos como delitos.

 

Umbrales penales que saltan al cielo

El proyecto no solo cambia la carga de la prueba. Reescribe, literalmente, la escala penal tributaria. Hoy, una evasión de apenas un millón y medio de pesos puede significar de dos a seis años de prisión. Una cifra que, en la economía actual, equivale a un salario promedio. Con ese criterio, miles de monotributistas, pymes o profesionales quedan expuestos a penas superiores a las que enfrenta un conductor imprudente o alguien que causa lesiones graves. El Gobierno denomina esa desproporción como una “masacre penal”.

El nuevo esquema fija que la evasión simple solo será delito cuando supere los cien millones de pesos. Y que la evasión agravada se configurará recién a partir de los mil millones. Todo lo que queda por debajo se transforma en una infracción administrativa: multas, embargos, inhibiciones, pero no cárcel. La medida achica la amenaza penal sobre quienes cometen errores o evaden montos menores y libera al Poder Judicial de causas pequeñas. También reduce, en los hechos, la capacidad del Estado para perseguir evasiones medianas, un guiño a sectores que financian la agenda mileísta y que siempre reclamaron reglas más previsibles y menos criminalizantes.

La apuesta del Ejecutivo es clara. Si las escalas se vuelven razonables, dicen, habrá menos miedo a la formalización y más incentivos a la inversión. El riesgo, advierten especialistas críticos, es que la norma deje sin herramientas robustas al Estado para litigar contra estructuras sofisticadas de evasión que, con montos fragmentados, operan por debajo de los umbrales penales.

 

El giro ideológico detrás de la letra

El Gobierno enmarca todo el proyecto en las “Declaraciones, Derechos y Garantías” de la Constitución. Lo presenta como una corrección liberal a décadas de sobreextensión estatal. No es un dato menor. Milei necesita diferenciarse del macrismo, que reforzó la persecución penal tributaria, y del kirchnerismo, que amplió el rol fiscalizador del Estado. La narrativa oficial repara en los excesos y promete un nuevo trato entre el ciudadano y las agencias de control. La AFIP, para esta visión, debe dejar de ser una maquinaria intimidatoria y recuperar un rol acotado al principio de legalidad.

En términos realpolitiks, el proyecto consolida dos objetivos paralelos. Por un lado, Milei envía un mensaje directo a su base electoral anti-impuestos y a pequeños contribuyentes golpeados por la complejidad del sistema: menos miedo, menos castigo, más previsibilidad. Por el otro, ofrece a inversores extranjeros una señal de “seguridad jurídica” en materia fiscal. Las empresas que evalúan radicarse en el país suelen exigir reglas tributarias claras y menor riesgo penal. Es, en suma, un reordenamiento que reduce la arbitrariedad del Estado y acerca al país a estándares utilizados en economías más laxas en términos de criminalización tributaria.

La cuestión recaudatoria aparece como punto ciego. Menos sanciones penales pueden bajar la eficacia de la persecución de grandes evasores. El Gobierno responde que la clave no es castigar más, sino recaudar mejor y facilitar la formalización. La discusión no está saldada y atravesará el debate parlamentario cuando el proyecto llegue al recinto.

El paquete fiscal se enviará junto con la reforma laboral y otras iniciativas de desregulación. Milei busca, en definitiva, una arquitectura legal que libere capas completas de la economía de controles y umbrales penales que considera asfixiantes. El “Proyecto de Inocencia Fiscal” encarna ese espíritu y también expone su costado más político: la intención deliberada de redefinir la relación entre el Estado y quienes generan actividad económica, aun a riesgo de recortar poder al fisco en un país con alta informalidad.

La escena final es contundente. Para Milei, el Estado debe dejar de comportarse como presunto dueño de la verdad tributaria. Para sus detractores, la reforma puede convertirse en un salvavidas para evasores sofisticados. Lo que no está en duda es que el proyecto rompe una tradición de décadas y acomoda el tablero fiscal a los principios que el presidente repite desde que irrumpió en la política. En términos cinematográficos, la jugada encaja en una trama donde cada reforma no solo cambia leyes, sino correlaciones de fuerza. Y esta, en particular, redefine quién acusa, quién prueba y quién paga el costo de un sistema que nunca fue neutral.

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