Inflación a la baja, consumo en picada

La caída de la inflación convive con salarios ahogados, emisión encubierta y cierre masivo de comercios. Un modelo que se apoya en tasas estrangulantes y gasto diferido, mientras la economía de barrio se desangra.

Actualidad11/08/2025
NOTA

El espejismo macroeconómico que vacía la calle

 

El último informe de la Universidad Católica Argentina (UCA) no deja margen para eufemismos: los ingresos de las familias no alcanzan para vivir. Según el director del Observatorio de la Deuda Social, Agustín Salvia, la baja de la inflación no es un logro virtuoso, sino el resultado de un desplome del consumo. La macro muestra un número, pero la calle cuenta otro.

La estrategia oficial es clara: retirar pesos de la economía para frenar la inflación y estabilizar el dólar. 

 

El efecto inmediato es una contracción de la demanda que licúa precios, pero también ingresos y actividad. Mientras las tarifas de gas, luz, agua, transporte y combustibles suben, el ingreso corriente se ve absorbido por gastos fijos que dejan poco o nada para alimentos, vestimenta o mantenimiento del hogar. El “estrés económico” ya no es un concepto académico: es el pulso diario en millones de hogares.

 

El escenario que describe Salvia es lineal: si el Gobierno sigue secando la plaza monetaria, el ajuste se profundizará. Caerá el consumo, se venderá menos combustible, las familias se endeudarán para comer y aumentarán las moras en las tarjetas. El impacto no es solo económico: es político y social. La recesión prolongada erosiona legitimidad y gobernabilidad.

 

Emisión encubierta: el otro lado del relato

 

Mientras en el discurso oficial se celebra la disciplina fiscal, en la contabilidad aparecen grietas. La emisión no desapareció: se transformó. Ya no hay adelantos directos al Tesoro, pero sí un flujo constante por la puerta de atrás.

La base monetaria creció 97% en doce meses. 

 

El agregado M3 —dinero en bancos y efectivo— subió 64%. Los pasivos remunerados, como LECAPs y pases, aumentaron 5,6% en apenas un mes. El esquema es un pacto con el diablo financiero: ofrecer tasas astronómicas para que nadie compre dólares. Pero esas tasas se pagan con la misma emisión que se busca contener.

 

La deuda flotante es otro capítulo. Se trata de obligaciones impagas que no figuran como deuda formal, pero que existen y presionarán mañana. Según la Asociación Argentina de Presupuesto (ASAP), en un mes saltó de $1,25 billones a $3,87 billones: un aumento del 208,87%. Incluye pagos a proveedores, transferencias a provincias, subsidios retenidos. Gasto diferido que terminará monetizándose.

El menú se completa con operaciones de dólar futuro. El Banco Central vende contratos para dar calma al mercado, pero si el precio final se desvía, paga la diferencia con emisión. La sospecha de maniobras especulativas al filo del Código Penal suma un riesgo político y reputacional.

 

El barrio como radiografía: 16.000 kioscos menos

 

La macro se discute en gráficos y balances, pero la micro se mide a pie de vereda. En el último año cerraron 16.000 kioscos. El vicepresidente de la Unión de Kiosqueros, Ernesto Acuña, advierte que por primera vez hay menos de 100.000 comercios activos en todo el país.

 

Las causas se acumulan: recesión profunda, competencia desregulada de grandes cadenas, y venta de productos de kiosco en farmacias, supermercados o verdulerías. Las ventas cayeron 40% en dos años. En bebidas, el derrumbe fue del 30% al 35% en la última temporada. 

 

El consumidor se pasa a segundas marcas o directamente reduce compras.

Más allá del golpe económico, el cierre de kioscos erosiona la trama social. Menos puntos de encuentro, menos empleo informal, menos movimiento en el barrio. Es un síntoma visible de un modelo que prioriza los equilibrios contables por sobre la actividad real.

 

Una proyección con riesgo político

 

Si el modelo continúa, la economía real enfrentará más cierres, más desempleo y más endeudamiento familiar. La emisión encubierta seguirá alimentando pasivos y compromisos que en algún momento deberán pagarse. La baja de la inflación como bandera política es un recurso limitado: sin recuperación del consumo y del ingreso real, la estabilidad de precios es apenas un espejismo.

El desafío no es solo técnico. La política económica necesita una narrativa que reconozca el costo social y un plan que lo mitigue. El equilibrio fiscal sostenido en recesión y gasto diferido es frágil y peligroso. La gobernabilidad se juega en las reservas y el tipo de cambio, pero también —y sobre todo— en la calle.

 

 

La emisión de deuda flotante


La deuda flotante es un mecanismo silencioso de financiamiento que el Estado utiliza para postergar pagos ya comprometidos. No se trata de deuda en el sentido formal —como un bono emitido o un crédito tomado— sino de obligaciones que ya fueron asumidas y que, por decisión política o restricción de caja, no se cancelan en el momento. 

 

Esta “moratoria” estatal puede extenderse desde semanas hasta meses, y afecta tanto a proveedores privados como a organismos públicos, provincias, municipios, universidades y beneficiarios de subsidios.

 

En la práctica, funciona como una tarjeta de crédito sin fecha de cierre: el Estado recibe bienes o servicios, pero difiere el pago, acumulando compromisos que no figuran en los registros oficiales de deuda pública. Al no registrarse como endeudamiento formal, la deuda flotante permite maquillar las cuentas fiscales, mostrando un resultado más prolijo del que realmente existe. Es un maquillaje contable que el propio Fondo Monetario Internacional ha cuestionado, porque oculta pasivos que en algún momento deberán cancelarse.

 

El impacto de esta estrategia es doble. Por un lado, genera una presión futura sobre las finanzas: cuando esos pagos se efectivicen, habrá que disponer de fondos que hoy no se contabilizan. Por otro, traslada el problema a la economía real: las empresas proveedoras del Estado ven comprometida su liquidez, lo que puede derivar en despidos, reducción de inversiones o incremento del endeudamiento privado para sostener operaciones.

 

En contextos de alta inflación, como el actual, la deuda flotante puede ser tentadora para el Tesoro porque licúa parte de los compromisos en términos reales: cuanto más tarde se pague, menor es el poder de compra del monto original. Sin embargo, este alivio contable se paga con un costo político y económico alto: deteriora la confianza de los proveedores, encarece las contrataciones futuras y puede generar cuellos de botella en la prestación de servicios básicos.

 

En definitiva, la deuda flotante no desaparece por arte de magia: es un pasivo latente que tarde o temprano se transforma en emisión monetaria o en nuevo endeudamiento. Es, en última instancia, la contracara menos visible del ajuste: un ahorro aparente hoy que puede convertirse en una presión fiscal y monetaria mucho mayor mañana.

 

“El ingreso corriente se ve afectado porque los gastos fijos aumentaron fuertemente. Esto reduce el consumo en alimentos, vestimenta y el funcionamiento básico del hogar”, Agustín Salvia, UCA.

 

 

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