Viudas negras: el crimen disfrazado de cita casual

La modalidad delictiva que mezcla seducción, drogas y muerte suma víctimas en el Conurbano. Entre pastillas en la cerveza y promesas de afecto, una trampa que puede costar la vida.

Policiales22/07/2025
NOTA 2

Las noches del Conurbano tienen su propia música, sus propios ritos y sus propios crímenes. Entre el neón del boliche, el humo del asado o la pantalla de un celular, hay algo que no cambia: la fragilidad de los cuerpos confiados. El caso de Williams Jonathan Quispe Quenta, el joven boliviano de 19 años que apareció muerto tras una salida nocturna en Liniers, vuelve a encender la alarma sobre un delito que parece menor pero puede terminar en tragedia: las viudas negras.

No llevan luto, pero su paso deja vacíos. Operan solas o en bandas, se muestran amables, hasta tiernas, pero cargan en la cartera gotas de benzodiazepina y un ojo entrenado para detectar relojes caros, hombres solos y departamentos accesibles. Enganchan desde Tinder, Badoo o directamente en un boliche. Una cerveza compartida puede bastar para que el otro baje la guardia. Y cuando despierta, si despierta, ya no está ni el televisor, ni el celular, ni la dignidad.

Desde la pandemia, la modalidad explotó. El encierro empujó a lo digital y el deseo no tiene protocolos. Pero también creó las condiciones para que muchas de estas mujeres -algunas usadas, otras bien conscientes- se conviertan en herramientas del hampa más silenciosa. Hay bandas que les pagan solo para que entren, otras que tercerizan incluso el coqueteo. Las más sofisticadas nunca aparecen en el radar judicial. Las más torpes, a veces, terminan frente a una fiscalía, pero con una carátula que apenas roza el peso de lo vivido: "hurto calamitoso". De 1 a 6 años. Excusable. Olvidable.

Pero hay muertos. Al menos cinco en lo que va del año. Hombres jóvenes y viejos, trabajadores, jubilados, algunos que solo querían charlar, otros que buscaban sexo sin vueltas. Como Ariel Castillo, escenógrafo del Teatro Colón, que invitó a un hombre que conoció en Grindr y terminó cayendo por la escalera, drogado y confundido. O Jorge Costa, de Lanús, que fue hallado por su hija con la puerta abierta y sin pulso. Les vaciaron la casa y la vida.

El crimen no siempre es intencional. A veces el cóctel entre sedantes y alcohol se va de más. Pero hay algo común en todos los casos: una voluntad que fue vulnerada, un consentimiento que fue robado, una casa profanada por la confianza.

Los fiscales tienen poco margen: las apps son trinchera de anonimato, las fotos suelen ser robadas de otras redes y las huellas que dejan son casi siempre digitales, volátiles, intercambiables. Las más profesionales no dejan rastros ni testigos. Las más inexpertas repiten el mismo modus operandi hasta que una cámara o una denuncia las desenmascara.

¿Cómo evitarlo? La Policía recomienda encuentros en lugares públicos, corroborar la identidad digital del otro y evitar el consumo de bebidas abiertas si no se está seguro del entorno. Parecen consejos básicos, pero el deseo no siempre escucha a la razón.

En el fondo, lo que late en estos casos es algo más que un delito. Es la soledad. La vulnerabilidad de una sociedad que empuja a hombres y mujeres a confiar en desconocidos para no dormir solos. La crisis no es solo económica, también es afectiva. Y allí, en ese pliegue emocional, es donde estas falsas amantes construyen su golpe.

Las viudas negras no usan telaraña, pero saben atrapar. Son parte de una nueva marginalidad: elegante, digital, letal. Porque en el Conurbano, incluso el crimen se reinventa.

En la línea difusa entre la seducción y la trampa, las viudas negras despliegan su arte: el arte de fingir ternura para llevarse todo. En un mundo que pide rapidez, amor instantáneo y deseo sin nombres, ellas aprenden a disfrazar el delito de caricia. Y cuando cae el telón, los que confiaron no saben si perdieron una noche, la billetera o la vida.

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