EEUU y China ensayan paz comercial: entre bueyes no hay cornadas

Trump busca recomponer el vínculo con Xi Jinping. Pero bajo el ruido de las declaraciones, la realidad es más cruda: Estados Unidos depende de la manufactura china para sostener su industria, y China necesita el mercado estadounidense para mantener su expansión.

Actualidad21/10/2025
NOTA 1

Trump y Xi pronto se darán un abrazo

 

Donald Trump quiere hacer las paces, o al menos el gesto. En la antesala de la Cumbre del Foro Asia-Pacífico en Corea del Sur, anunció que planea un acuerdo comercial “fuerte y beneficioso” con Xi Jinping y un viaje a China en 2026. El hombre que hace apenas semanas amenazaba con un arancel del 100% a las importaciones chinas ahora asegura que “las relaciones podrían estabilizarse”. Nada nuevo bajo el sol geopolítico: Washington y Pekín se detestan en público, pero se necesitan en privado.

 

La trampa de la interdependencia

Detrás del ruido diplomático hay un dato estructural: la primera economía del mundo no puede cortar de raíz su dependencia con la fábrica del planeta. El 25% de la cadena de suministro de Dell se ubica en China; en Apple, el 10,7%; en Tesla, el 10%; en Intel, el 9%; y en General Motors, más del 5%. La paradoja es simple y brutal: mientras Trump promete “relocalizar empleos”, los chips, baterías, autos eléctricos y fármacos que alimentan el corazón productivo de EE.UU. siguen saliendo de puertos chinos.

Intentar reemplazar esa estructura no es una decisión política, es una guerra contra la logística: infraestructura, mano de obra técnica, ecosistemas industriales. Lo explicó el economista Félix Valdivieso con una frialdad quirúrgica: “Reproducir la escala y eficiencia de regiones como Shenzhen llevará años. Ningún otro país tiene esa densidad productiva”.

India y Vietnam son el plan B del friendshoring, pero todavía no alcanzan el nivel. El imperio industrial de China sigue siendo el engranaje invisible del capitalismo estadounidense.

A eso se suma lo estratégico: el 80% de los principios activos farmacéuticos usados en Estados Unidos provienen de China o India, y entre el 60% y el 80% de los dispositivos tecnológicos —desde smartphones hasta monitores— tienen origen chino.

El riesgo no es ideológico, es material: una ruptura real paralizaría industrias enteras, y con ellas, el empleo y la estabilidad política. Por eso, aunque la retórica de Trump suene a guerra comercial, la praxis siempre termina en lo mismo: negociar. Entre bueyes no hay cornadas.

China, por su parte, juega en espejo. Enfrentó los aranceles con su propia medicina: restricciones a la exportación de tierras raras y materiales críticos que EE.UU. necesita para fabricar desde aviones hasta microchips. 

Trump lo sabe. Xi también. Y aunque se disfracen de enemigos irreconciliables, los une una misma obsesión: controlar la cadena de valor global, desde el litio hasta la inteligencia artificial.

En el tablero real, los discursos son humo para las cámaras. La guerra fría tecnológica es un negocio con guion acordado: Estados Unidos finge autonomía, China finge docilidad y el mundo paga la inflación.

 

Un juego para dos

Mientras Washington predica independencia industrial y moral, sus corporaciones siguen ensamblando en el delta del Yangtsé, donde la electricidad es barata, la burocracia flexible y la productividad asombrosa.

Trump puede subir aranceles al 130%, pero cada medida encarece sus propios productos, alimenta la inflación y golpea al consumidor medio que vota con el bolsillo.

Y aunque el republicano sueñe con una América reindustrializada, el capitalismo que lo sostiene tiene bandera mixta: hecho en China, facturado en EE.UU.

La tensión arancelaria y el discurso patriótico sirven para ganar elecciones, pero no para fabricar chips. De ahí que el propio Trump reconozca en privado lo que evita decir en público: sin China, no hay tecnología, ni autos, ni Amazon Prime.

El cálculo geopolítico es viejo como el poder: enemigos para la tribuna, socios en los negocios. China necesita vender, Estados Unidos necesita comprar.  

 

 

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