Masacre en Florencio Varela

Celeste González pidió convertirse en colaboradora protegida y apuntó a “Señor J”, un narco peruano que habría ordenado el asesinato de tres jóvenes en Florencio Varela. El caso revela la trama de miedo, droga y poder que anida detrás de los femicidios del sur bonaerense.

Policiales27/10/2025
NOTA

Triple Crimen: detenida dio data clave y pidió ser colaboradora protegida 

La celda huele a humedad y a miedo. Celeste Magalí González Guerrero mira el piso, respira y repite que ya no quiere callar. Desde que fue detenida aquella madrugada, arrastra en la mirada el peso de haber vivido en el borde: la venta al menudeo, la violencia doméstica, el consumo, la obediencia forzada a hombres que mandaban más que la ley. Hoy, convertida en pieza menor de un engranaje narco que se devoró tres vidas, intenta negociar lo único que todavía le queda: la palabra.

 

Pide ser escuchada otra vez. No para justificar —dice—, sino para sobrevivir. Porque en los pasillos carcelarios también corre la noticia: la causa puede pasar al fuero federal, y con ella la sombra de “Señor J”, Joseph Freyser Cubas Zavaleta, el hombre que, según su relato, tiraba de los hilos desde una celda, dictando órdenes en clave a través de un celular y una libreta de contactos. Un ajuste por droga robada habría sellado el destino de Brenda, Morena y Lara, las tres jóvenes ejecutadas con una frialdad que heló a Varela entera.

 

Celeste no nació arrepentida. Lo fue después de ver las fotos, después de entender que los cuerpos abandonados eran los de chicas como ella, atrapadas en la misma trampa: promesas de dinero fácil, amenazas, lealtades que se compran con miedo. En su primera declaración se negó a hablar; en la segunda, dio detalles que nadie más podía conocer; en la tercera, dibujó el mapa que llevó a los asesinos. Ahora pide ser reconocida como colaboradora para “salvar su vida e integridad”.

 

Entre los papeles judiciales, su nombre aparece junto al de nueve imputados. Pero en su voz se filtra otra historia: la de las mujeres invisibles del narcotráfico, las que cocinan, vigilan o transportan, las que obedecen porque tienen un hijo en brazos y un revólver apuntándoles a la cabeza. La ley del arrepentido —esa que promete reducir penas a cambio de información verosímil— se convierte para ella en un hilo de vida. Si logra convencer a los jueces de que sus datos fueron claves para desarmar la red y exponer al autor intelectual, podría conseguir algo más que un beneficio procesal: una oportunidad de no morir antes de la condena.

 

Los investigadores ya cruzan sus dichos con peritajes, cámaras y llamadas. Las piezas encajan: el flujo de dinero, los pagos por “roles”, las órdenes que bajaban desde la cárcel. El narco peruano, detenido en Lanús semanas antes del crimen, habría seguido moviendo los hilos desde el encierro. En su celda, la policía encontró un teléfono y una libreta verde con números y alias. Nadie lo dice en voz alta, pero todos entienden: la cárcel no siempre encierra.

Mientras tanto, los vecinos recuerdan a las tres chicas con murales y velas. 

 

Hablan de “las pibas” con una mezcla de dolor y bronca. Las familias esperan justicia, pero también quieren que el caso sirva para exponer la red que corroe los barrios, la misma que recluta adolescentes, reparte miedo y deja cadáveres como advertencia.

 

Celeste González Guerrero, la que rompió el pacto de silencio, sabe que su destino ahora depende de cuánto valgan sus palabras. 

 

En un sistema que castiga más a los eslabones débiles que a los cerebros del crimen, su voz puede ser el testimonio que ilumine el fondo oscuro del triple femicidio o el eco perdido de una historia repetida mil veces en el conurbano. Porque en los márgenes, la justicia también se negocia, y cada declaración puede ser una bala o un salvoconducto.

 

 

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