Cayó el Clan Carabajal que robaba “chatas” en Zona Sur y CABA

Múltiples allanamientos

En el conurbano la noche tiene olor a nafta y a miedo. Cuando una camioneta 4x4 desaparece de un estacionamiento de Palermo o de un garaje en Banfield, rara vez vuelve a verse con la misma cara. Alguien la lleva al sur, la deja dormir unas semanas en una playa de estacionamiento cualquiera -esas que nadie mira dos veces- y después aparece en Mercado Libre con otro número de motor, otro dominio en los vidrios y un precio que parece ganga. El comprador cree que hizo el negocio del año. El dueño original todavía busca la suya en los grupos de WhatsApp de robos.

Eso era el negocio del Clan Carabajal. Un apellido que se repetía en los expedientes y en las charlas de barrio. Héctor Gabriel, 46 años, era el cerebro y las manos: le decían “El Artesano” porque podía dejar un chasis como recién salido de fábrica. Con cuños, stickers, pasta para grabar y una pistola de calor borraba el pasado de cada camioneta. Su hijo Rodrigo, preso por robo agravado, seguía dando órdenes desde la unidad 30 de General Alvear. Su sobrino Lautaro, 20 años, aprendía el oficio. Y alrededor, una red de prestanombres, reducidores y mecánicos que completaban la cadena.

La investigación arrancó en marzo con un dato suelto en Quilmes. El fiscal Leonardo Sarra y el juez de Garantías 5 empezaron a seguir la ruta de los rodados “enfriados”. Los allanamientos de noviembre fueron quirúrgicos: primero cayeron los tres principales en Varela y la cárcel. Después, en una segunda ola, siete más en General Rodríguez, Moreno, Esteban Echeverría, Monte Grande, Lavallol y Berazategui. Cinco camionetas de alta gama, tres autos de lujo, una moto, valijas con ganzúas, programadores de llaves, computadoras de motor, balanzas de precisión. Todo lo necesario para que un vehículo robado tuviera una segunda vida legal.

Diez detenidos, imputados por asociación ilícita. No es un delito menor: significa que actuaban como empresa familiar, con roles definidos y permanencia en el tiempo. El taller clandestino era el corazón del negocio, pero la cabeza estaba en la confianza de sangre.

En los barrios donde operaban, el robo de camionetas es un drama cotidiano. El que la pierde sabe que rara vez la recupera entera. La mayoría termina desarmada o con otra identidad en alguna provincia vecina. Por eso esta caída golpea doble: devuelve vehículos a sus dueños y corta una cadena que alimentaba la sensación de impunidad.

El conurbano vive entre la bronca de quien pierde el auto que juntó años para comprar y la resignación de saber que alguien lo está manejando como si nada. Casos como el Clan Carabajal recuerdan que el delito también tiene estructura, apellido y taller. Y que cuando la Justicia y la policía coordinan sin mirar para otro lado, a veces el final es menos negro de lo que parece.