La Policía Migratoria de Milei: policía de serie yanqui y miedo argento

El Gobierno avanza en una reconfiguración profunda de Migraciones para montar una Agencia Nacional con patas operativas propias y una futura Policía Migratoria especializada. Explota un viejo sentido común: la idea de que “hay que controlar a los inmigrantes”, aun cuando el problema real no sean ellos, sino el uso político del miedo.

Actualidad24/11/2025
NOTA

Milei, Monteoliva y la nueva Policía Migratoria

 

El Gobierno de Javier Milei encontró otra veta donde hacer lo que más le gusta: mover estructuras pesadas, generar ruido simbólico y consolidar poder mientras el resto de la dirigencia discute comunicados. Esta vez, el escenario son las fronteras. Con la salida de Patricia Bullrich y la llegada de Alejandra Monteoliva, el Ministerio de Seguridad decidió acelerar un proyecto que venía cocinándose en silencio: la creación de una Agencia Nacional de Migraciones con musculatura propia y, en paralelo, el diseño de una Policía Migratoria especializada. Más que una reforma técnica, es un statement político: las fronteras dejan de ser un mostrador administrativo y pasan a ser un teatro de operaciones.

Qué están armando

Hoy Migraciones es, en la práctica, una oficina que controla papeles, da turnos, tramita residencias, toma huellas y firma expulsiones que casi nunca se ejecutan. El control físico de las fronteras está en manos de Gendarmería, Prefectura y la Policía de Seguridad Aeroportuaria. El diagnóstico que circula en Seguridad es brutal en su simpleza: “No es especialidad de la Gendarmería. Hace falta la profesionalización de Migraciones”. Traducido: los gendarmes sirven para patrullar rutas, hacer operativos y enfrentar narcos, pero no para meterse en el universo hiper específico de alertas migratorias, documentos dudosos y redes transnacionales de trata.

El plan de Bullrich y Monteoliva va en dos carriles. Por un lado, reorganizar la Dirección Nacional de Migraciones en clave “agencia” con área operativa propia, dependencia directa del Ministerio de Seguridad y capacidad para intervenir cuando aparece un extranjero con antecedentes, documentación trucha o pedido de captura. Ya no solo sellar pasaportes, también actuar. Por otro lado, avanzar en la creación de una Policía Migratoria que funcione como fuerza auxiliar especializada, integrada por efectivos reasignados de las otras fuerzas federales y formados para trabajar en fronteras terrestres, pasos fluviales y aeropuertos.

La letra chica ya empezó a escribirse en decretos. En la reforma de la Ley de Migraciones, el Ejecutivo introdujo la figura de la “Policía Migratoria Auxiliar” con Prefectura, Gendarmería, PSA y Policía Federal obligadas a colaborar con Migraciones. Lo que viene ahora es el siguiente paso lógico en esa escalada: que esa colaboración deje de ser un préstamo de efectivos y se convierta en un cuerpo con identidad propia y mando unificado. Menos dispersión, más control político sobre quién mira qué en cada paso fronterizo.

Operativamente, no sueñan con una mega fuerza de miles de agentes nuevos. Hablan de reasignar recursos, entrenar equipos específicos y usar la estructura existente. La plata no sobra, el presupuesto 2026 no tiene la partida que esta reforma necesitaría y en Seguridad lo admiten sin ponerse colorados: “Los números no son altos, vamos a encontrarle la vuelta”. Lo importante no es solo lo que se gasta, sino el mensaje que se instala: la idea de que ahora sí hay alguien “especializado” cuidando las fronteras.

En paralelo, se complementa con otra movida: limpiar a la Policía Federal de tareas de patrullaje para concentrarla en investigación criminal, con el flamante Departamento Federal de Investigaciones como vedette. La lógica general es clara: cada fuerza a su nicho, todas bajo un comando político que gana capacidad de coordinación y, sobre todo, de relato.

 

El modelo que miran y el miedo que explotan

Nada de esto salió de la nada. La hoja de ruta está calcada de manuales ajenos. Monteoliva y el Gobierno miran al Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos como norte: ICE, CBP, Border Patrol, agencias distintas para controlar quién entra, quién sale y quién se queda. De esos modelos toman dos cosas: la fragmentación funcional -una agencia para cada parte del problema- y la idea de que la frontera es mucho más que una línea en el mapa. Es un dispositivo de seguridad, información y poder.

A eso se suma el coqueteo político con el “modelo Bukele”. No tanto por copiar cárceles y megapenales, sino por apropiarse de una estética de orden duro que pega fuerte en sectores cansados de la violencia y la sensación de descontrol. Una Migraciones en clave Bukele no es otra cosa que un mensaje: acá manda el Estado, no el caos. Que después los números reales de delito no cambien tanto es otro debate.

La pregunta de fondo es otra: ¿esto responde a una demanda real o construye una excusa perfecta para hacer política con los cuerpos de otros? Porque, seamos honestos, los inmigrantes no son la principal amenaza para la seguridad argentina. El narco grande no cruza a pie con una valijita por un paso habilitado, la trata no se frena con un sello más exigente y el terrorismo, por suerte, está más en los discursos que en las estadísticas locales.

Sin embargo, el imaginario social lleva años masticando otra cosa. En la sobremesa, en la fila del hospital, en el bondi, se escucha el mismo mantra en distintas versiones: “Vienen, usan todo y no aportan nada”. A los gobiernos que necesitan consolidar capital político no les hace falta mucho más que eso. Detectan el miedo, lo agrandan un poco, montan una política visible y la venden como respuesta contundente. ¿Es progresista? No. ¿Le importa? Tampoco. ¿Suma votos y ordena sentido común? Sí. Listo el expediente.

La reforma de Migraciones encaja perfecto en esa lógica. No es agenda principal de la sociedad, nadie sale en masa a la calle por controles fronterizos, pero funciona como símbolo. Permite decir “estamos cuidando el país” sin tocar intereses más pesados como el sistema financiero, las grandes cadenas de evasión fiscal o los entramados de seguridad privada donde de verdad se lava dinero.

Hay además un efecto lateral que no hay que subestimar: con Migraciones bajo el paraguas directo del Ministerio de Seguridad, se amplía la capacidad del Ejecutivo para cruzar información sensible, armar perfiles y decidir quién es “indeseable” y quién no. En nombre del combate al narcotráfico, la trata o el terrorismo se habilitan decisiones discrecionales sobre permisos, residencias y expulsiones que afectan vidas concretas, muchas veces de personas que vinieron a trabajar, estudiar o simplemente sobrevivir. La jugada no es ingenua. Es costosa en términos de derechos, pero redituable en términos políticos. 

El Milei que impulsa esta reforma no está buscando ser querido. Está buscando ser percibido como el que se anima a hacer lo que los otros no hicieron por “corrección política”. Monteoliva, con su admiración declarada por Bukele y su trayectoria en seguridad, es la pieza ideal para ejecutar esa agenda sin pestañear. Bullrich, antes, allanó el terreno y dejó el legado conceptual. Ahora el Gobierno va camino a institucionalizarlo.

La foto final es clara: un Ministerio de Seguridad que suma poder y jurisdicciones, una Migraciones más policializada, fuerzas federales hipersegmentadas y un discurso oficial que insiste en que el problema son los que entran por la puerta equivocada, no los que hace años se sientan en el living del poder.

El remate, en clave realpolitik, es incómodo pero necesario: el Gobierno no está construyendo una política migratoria moderna; está construyendo una máquina de producir consenso punitivo. Mientras tanto, el laburante boliviano, paraguayo o venezolano que levanta persianas en el conurbano será mirado con un poco más de sospecha. No porque sea peligroso, sino porque alguien decidió que, para seguir gobernando, era útil que lo pareciera.

La Policía Migratoria que impulsa el Gobierno no nace para resolver un problema técnico de fronteras, sino para capitalizar un miedo social disponible: el de los “otros” que llegan. Es menos una herramienta de seguridad que una fábrica de legitimidad para un proyecto que necesita mostrarse duro, aunque el delito pase por otro lado.

Con Migraciones bajo el ala de Seguridad, Monteoliva gana poder, Milei gana relato y el Estado gana capacidad de intervenir sobre cuerpos extranjeros en nombre de la seguridad. Lo que pierde, silenciosamente, es la idea de la Argentina como tierra de acogida. Pero eso, por ahora, no aparece en ninguna encuesta.

 

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