La infancia, competencia y vidas en jaque

A los cinco años, un niño coreano ya sabe que su vida está en juego. No por enfermedad ni por pobreza, sino porque el sistema en el que nació lo empuja, desde la cuna, a correr una maratón que no eligió.

Cultura 14/07/2025
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Educación, estrés y vida moderna

Es la lucha por ingresar a la universidad “correcta”, una batalla silenciosa que inicia en los jardines de infantes, se alimenta en las academias privadas y termina moldeando destinos laborales, vínculos sociales e incluso decisiones familiares. Una lógica de hiperproductividad que ha convertido a la infancia en una antesala del currículum.

Lo que para otros países es un tramo, en Corea del Sur es todo el mapa. El ingreso a una universidad prestigiosa no es un paso más: es la puerta de acceso a un trabajo digno, al estatus social, al futuro en general. Por eso, el rendimiento académico dejó de ser un indicador para transformarse en una ética totalizante. Una ética que no distingue juego de deber, ni deseo de exigencia. Desde los hagwons —las academias privadas donde niños de cuatro o cinco años ya estudian matemáticas, chino o ajedrez— hasta los cursos prenatales que los padres toman para planificar la carrera de sus hijos, lo que está en juego no es solo la educación, sino la vida misma.

Corea del Sur exhibe cifras impresionantes: más del 70 % de sus jóvenes son universitarios, y las tasas de alfabetización rozan la perfección. Pero el costo humano es altísimo: ansiedad, insomnio, depresión, suicidios. En 2024, más de un cuarto de millón de adolescentes acudieron a consultas psiquiátricas. Cuando se instala el ideal de la excelencia como forma de valer, la subjetividad se vacía. Lo que importa no es quién sos, sino cuánto rendís.

La productividad impuesta desde la niñez produce efectos profundos. Chicos que no juegan, familias que se endeudan para sostener el nivel, vínculos atravesados por la exigencia, y jóvenes que ya no desean formar familia. Porque criar a un hijo implica ponerlo en la misma rueda de tortura. Corea del Sur ostenta también el índice de natalidad más bajo del mundo. La ecuación es brutal: más títulos, menos nacimientos. Más currículums, menos infancia.

En términos filosóficos, esta forma de vida responde a un ethos neoliberal radicalizado. Un modelo que instala el éxito como única vía legítima de existencia. Se espera que cada sujeto se administre a sí mismo como una empresa: invertir en su capital humano, rendir más, competir mejor. Ya no alcanza con ser: hay que ser útil. Pero ¿útil para quién? ¿A qué costo?

No es solo Corea: la lógica se extiende, disfrazada de eficiencia, a escuelas y universidades del mundo entero.

La pregunta no es si Corea del Sur tiene buenos alumnos. La pregunta es si tiene niños felices. Si criar personas valiosas se ha convertido en criar empleados eficientes. Si detrás del ideal de éxito no estamos vaciando lo más valioso que tenemos: la experiencia de estar vivos. Tal vez el desafío no sea mejorar la competencia, sino desarmarla. Recuperar la pausa, la alegría, la gratuidad del juego. Porque si crecer duele tanto, quizás ya no estemos educando: estemos produciendo sujetos rotos, perfectamente rendidores, pero íntimamente solos.

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